La Huella Emocional
Es curioso observar cómo aprenden los niños a hablar con el acento de su tierra, lo adquieren sin darse cuenta. Desde el vientre de la madre ya van asimilándolo. El mismo niño que balbucea con deje andaluz, si se hubiese criado en Madrid o en Valladolid hablaría con otro acento, con una musicalidad diferente. Es algo que se va “incrustando” inconscientemente en nosotros al crecer. De la misma manera nos vamos quedando muchas otras cosas durante la infancia temprana. Una muy importante es el “tono emocional básico”, nuestro “acento emocional”, que es el estado emocional recurrente que se queda en la persona y se muestra, brota, en situaciones determinadas, sobre todo en las de conflicto. En los peores casos son tan fuertes que nos configuran hasta físicamente, baste pensar en el rictus de amargura continua que queda en el rostro de algunas personas, o de tristeza o de perplejidad.
Son esas respuestas que cuando otros nos las hacen notar, solemos justificarlas con el “yo soy así”, mientras que en nuestra mente resuena un oculto “y no lo puedo (o, quiero) cambiar”.
Cada persona tiene sus propio estilo de respuestas: adoptar una actitud de rígida violencia contenida, hundirse en la autocompasión, explotar en arrebatos de indignación, justificarse y complacer para aplacar a los demás, envidiar la fortuna de otros, etc. Todos ellos son ciertamente comportamientos complejos pero tienen en el fondo un tono emocional predominante: de miedo, de rabia o de tristeza, o desconfianza o engreimiento,… No siempre es negativo, también puede ser un tono base de tranquilidad, de contento y confianza en uno mismo. Aunque mantener este tono frente a la adversidad no suele ser lo común.
Para saber más sobre estas estructuras de nuestra personalidad recomiendo un pequeño pero precioso libro: En contacto íntimo de Virginia Satir, puedes conseguirlo aquí.
Este “acento emocional” lo adquirimos fundamentalmente en la infancia, sobre él construimos estas respuestas complejas de comportamiento a medida que crecemos y terminamos de perfeccionarlas y adaptarlas, o incluso cambiarlas por otras más acordes con nuestra nueva situación en la adolescencia. Y pasamos el resto de nuestra vida lidiando con él, haciéndolo “nuestro”, dándole un valor positivo u odiándonos por “ser así”, cuando no es más que una respuesta emocional aprendida, no somos nosotros.
A veces en terapia, cuando estamos explorando uno de estos patrones emocionales, el cliente me dice: “siempre he sido así”, pero al empezar a hacer una regresión a su infancia poco a poco, por años, meses, el parto, incluso dentro del vientre de su madre, a menudo descubren que sí hubo un comienzo para ese miedo o esa tristeza profundos. Bien un momento crucial, determinante, en sus incipientes y vulnerables vidas o, más habitualmente, un “caldo emocional”, el ambiente en que crecieron en sus hogares de origen.
“Siempre tenías que estar alerta porque no sabías cómo iba a responder papá.”
“Todas aquellas horas que pasé sola en aquella casa, sintiéndome abandonada.”
“Mamá siempre triste y deprimida. Yo era la alegría de la casa.”
No se trata de encontrar culpables, sino de rescatar a aquel niño, a aquella niña que habría necesitado… protección, presencia, permiso para ser ella misma, escucha, atención,… en aquel momento o periodo de su vida.
El pasado no se puede cambiar, cierto, pero sí se puede cambiar cómo nos sentimos ahora en situaciones similares en el presente. Así que, si hacemos un trabajo de exploración y sanación profunda en nosotros mismos, podremos liberarnos al fin, de esa rémora, de esa huella emocional del pasado o, al menos, elegir si queremos vibrar en esa emoción o no.
Alguien que haya incorporado un tono feliz en su infancia lo disfrutará toda la vida. Quien haya caído en la marmita emocional de la desidia, la negación, la impotencia, etc., podrá aprender a no responder desde ese estado y a liberarse de seguir siendo esclavo de aquella respuesta infantil.

El “acento emocional” se aprende en la infancia
Pero lo que sí se puede cambiar con toda seguridad es el presente de nuestros hijos. Si de niños adquirimos ese repertorio de respuestas emocionales, en la mayor parte de los casos, fue por reacción al experimentar las respuestas emocionales de nuestros padres o cuidadores y desarrollamos las nuestras propias.
No es nada infrecuente encontrar personas que tomaron la tristeza de la madre con la infantil intención de aliviarla de su carga u hombres que tomaron la violencia y el desprecio del padre por las mujeres para poder valorarse a sí mismos como hombres sin darse cuenta del desgarro que eso producía en su propio ser. Esto por poner sólo un par de ejemplos.
Así que padres y madres, educadores y personas que tenéis influencia sobre los niños, por favor revisad vuestra “huella emocional”.
En situaciones de tensión o conflicto ¿cómo respondes? ¿explotando? ¿entristeciéndote? ¿culpándote? ¿quitándole importancia? ¿sintiéndote confundido?
Si tu respuesta emocional no es tranquila y centrada y estás en una posición de responsabilidad para hacer honor a ésta necesitas recordar que los niños crecen bien sólo en ambientes donde se sienten seguros, comprendidos, respetados y queridos. Sólo así nos convertimos en adultos centrados, tranquilos y con recursos para resolver los conflictos que surjan en nuestra vida. Esto no es para que te sientas culpable, la culpa no te sirve de nada aquí, es para animarte a comenzar un viaje de exploración y descubrimiento de ti mismo, de ti misma, para que puedas desprenderte de esa carga extra si es que la llevas contigo. De todas formas, si no puedes o sabes hacerlo solo, acude a un especialista que merezca toda tu confianza.
Educa bien a tus hijos. No permitas que vivan en un ambiente emocional dañino. Si sois infelices en vuestra casa, vuestros hijos se bañarán en esa infelicidad. Trabajarse uno mismo para cambiar las respuestas emocionales aprendidas es, desde mi punto de vista, una obligación de Amor de todos los padres y madres que han decidido, no importa desde qué nivel, ayudar a un nuevo ser humano a crecer en este mundo.